lunes, 29 de diciembre de 2014
domingo, 21 de diciembre de 2014
A la Memoria de Ángel Fernández
A todos los que quieren y aman el fútbol…”
Ángel Fernández
¡Enorme…! A la memoria de Ángel Fernández
No quiero describir mi infancia como dramática, pero sin duda fue un período gris y con muchas limitaciones, determinada por la escasez y la austeridad. Considero que esto me llevó a ser tímido, encontrando en el fútbol un refugio social. En aquella época donde era un deportado psicológico, la primera señal de rescate fue la voz de un hombre que narraba partidos de fútbol como si fueran gestas de La Iliada, era la voz de Ángel Fernández.
No existía otro deseo en mis primeros años de vida que ver “el juego del hombre”, como él lo llamaba y no creo ser el único que soñó cientos de veces marcar un gol espectacular (soñado) en la final de la copa de mundo representado a México y remontando el marcador adverso en el último minuto. Lo exclusivo de esos sueños es que mis goles eran narrados por el sonido cautivador de su voz.
Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de las masas, el paso de la radio a la televisión. Él siendo un locutor de radio entendió que no era importante precisar el rumbo de la pelota y que la televisión tenía otros desafíos. Él no cayó en la ruta fácil de explicar lo que el espectador está viendo. Su lírica se desentendió del discurso objetivo para trasladarlo a la retórica más vertiginosa que se haya escuchado. El estadio Azteca era un templo para la imaginación y el encanto. Transformó lo simple en una epopeya donde los involucrados desconocían a ciencia cierta la descripción de sus hazañas.
Ángel fue un enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, anécdotas, hechos históricos, invenciones de su portentosa imaginación, canciones y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Su locura también era impredecible. ¿Cómo olvidar cuando el joven Cristóbal Ortega debutó en el América?, él dijo: “Señoras y señores, hemos vivido en el error, ¡América descubrió a Cristóbal!”. Sus alardes se convirtieron en máximas… Un lateral alemán avanzando con enjundia: “Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán significa Ferrocarriles Nacionales de Alemania…”. Un jugador se encaraba con otro: “El Alacrán” Jiménez, “echa mano a sus fierros como queriendo pelear”. Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el “Gran Cirano” y, Evanivaldo Castro Cabinho, multicampeón goleador que reía al fallar goles, en el “Hombre de la Sonrisa Fácil”.
Ángel fue el “sacerdote” por excelencia bautizando incluso a equipos enteros: El Cruz Azul de la bella época (“la máquina que pita y pita”) se transformó en la “máquina celeste”, imagen que desbancó el fabril mote de “Cementeros”. El recién ascendido equipo de la Universidad de Guadalajara (1973) quien para enfrentar su primer campaña en 1ra. división se reforzó contratando a 3 grandes jugadores brasileros, dos de ellos de raza negra, les llamó “Los Leones Negros”. El mote tuvo tanto impacto que a la comunidad de la U de G así se les conoce desde aquella temporada.
Y así, decenas de jugadores que han pasado a la posteridad por su apodo y, en muchos casos, no precisamente por su calidad futbolística. Nunca rayó en lo ridículo de la obviedad pues los apodos eran descriptivos, producto de su gran capacidad de observación. De algunos jugadores no recuerdo sus apellidos: “El Inspector” lateral del Cruz Azul cuyo parecido con el personaje de la Pantera Rosa era de caricatura. “El Superman” Marín, por su complexión, espectacularidad e imbatibilidad en el marco del Cruz Azul. Miguel Ángel Cornero “El Confesor” por su rudeza al defender en la zaga del América. “El Cocodrilo” Valdés por sus constantes “clavados” en el área enemiga simulando una falta punible. “El Monito” Rodríguez por su fealdad. Javier Sánchez Galindo “El Pierna Fuerte” por sus aguerridas barridas y duras entradas. Osvaldo Castro “Pata Bendita” de célebres impactos con la pierna izquierda. “El Pimienta” Rico, tardé algunos años en entender el porqué del mote, la traducción al inglés es Black Pepper y Jesús Rico era muy moreno.”El Patrulla” Barbadillo ala derecha de los Tigres. “La Cobra” J.J. Muñante por sus ”piques” en el ataque del extinto Atlético Español. Leonardo Cuellar “El león de la Metro”, su exuberante cabellera a lo “afro” típico de los finales de los 70’s, bien pudo ser la envidia del león emblemático de la Metro Goldwin Meyer.
En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Recuerdo en México 70, cuando la cámara se acercó a la selección de la Unión Soviética justo al pecho donde estaban las siglas CCCP, él comentó: “¿Saben lo que quiere decir? ¡Cucurrucucú Paloma!”
Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De repente, el idioma utilitario se convierte en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo popular, prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con el grito de un hombre en el estadio. Porque Ángel gritaba como nadie lo ha hecho jamás. Él era capaz de lo inusitado, después de romper el record de duración de la palabra gol, hacía una pausa para que se oyera “la voz del Azteca”. Su don nato estaba también en el timbre de su voz, el cual era poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: “Se hunde la nave… niños y mujeres primero”
Él fue el primero en narrar al lado de un verdadero crack del fútbol, el mismísimo “Rey” Pelé en la copa del mundo de Argentina ‘78. El reto consistió en traducir y transmitir las enseñanzas del otrora rey del fútbol, pues Edson Arantes no articulaba una frase entendible, vamos, era más fácil anotar un gol a Sepp Maier desde el medio campo. Pelé hizo celebre la frase “Sin duda ninguna” que usaba como muletilla y que a mi hermano Alfonso y a mí, nos hacía reír ante la estupefacta mirada de mi mamá.
Pero Ángel Fernández no solo es fútbol, hace unos quince años le escuchaba en un programa de radio junto con Fernando Marcos e invitados, discutían de todo. Le recuerdo hablar sobre la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, los amoríos clandestinos de los hermanos Kennedy con la Monroe, la secreta geometría del billar, la pintura de María Izquierdo de quien fue un temprano coleccionista.
Esta curiosidad sin freno lo llevó a coleccionar y articular datos insólitos. Cuando el portero alemán Schumacher cometió una escalofriante falta y estuvo a punto de matar al delantero Patrick Battiston de Francia en el partido de la semifinal de España ‘82, él exclamó: “Le hundió el acero hasta donde dice Solingen”. Algunos años más tarde estando en Alemania, supe que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron construidos: Solingen.
Ángel fue también grande como escritor deportivo. Recuerdo con mucho cariño aquella época cuando mi Papá compraba El Heraldo de México y leía, siendo yo un niño, su columna “Crónicas Heráldicas” en la sección de deportes. Pasé horas admirando como entretejía la relación de hechos históricos con lo frívolo del fútbol.
Su profunda sensibilidad popular hizo posible que los más grandes jugadores de fútbol, boxeadores y atletas de su tiempo, fueran transportados al Olimpo por su retórica delirante. Y así, eran dioses que descendían los domingos para convertirse en hombres, emulando a Hércules y hacer posible lo irreal tan solo con la magia de sus palabras. Ante la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. En todo momento vinculó hechizos momentáneos con perdurables mitologías. Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como “el juego del hombre”. El juego de Ángel fue el de la palabra.
Desde su muerte he recordado su singular descripción de los hechos, pues en él, percibo el rasgo más noble de la cultura popular ya que repartió generosamente la inspiración de su mente. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, en la alegría de su narrativa almacenada en nuestra memoria y en nuestros recuerdos, de encontrarle el valor a lo trivial, de amar a un deporte tan sencillo y fácil de jugar. También en aquellos que tratan de impostar la voz para llegar a ser como él, poniendo apodos a diestra y siniestra y que además, repiten sus hallazgos sin saber que nacieron hace años producto de una mente prodigiosa. “Enorme GOOOOL” y “¡Me pongo de pie!”, exclama el locutor ante un lance meritorio.
Importa poco que yo me ponga de pie ante sus méritos pero importa mucho que se ponga de pie el niño solitario de una calle polvorienta al que le revelo “El juego del Hombre”.
Álvaro Galindo Barraza
Ariete_09
Ángel Fernández
¡Enorme…! A la memoria de Ángel Fernández
No quiero describir mi infancia como dramática, pero sin duda fue un período gris y con muchas limitaciones, determinada por la escasez y la austeridad. Considero que esto me llevó a ser tímido, encontrando en el fútbol un refugio social. En aquella época donde era un deportado psicológico, la primera señal de rescate fue la voz de un hombre que narraba partidos de fútbol como si fueran gestas de La Iliada, era la voz de Ángel Fernández.
No existía otro deseo en mis primeros años de vida que ver “el juego del hombre”, como él lo llamaba y no creo ser el único que soñó cientos de veces marcar un gol espectacular (soñado) en la final de la copa de mundo representado a México y remontando el marcador adverso en el último minuto. Lo exclusivo de esos sueños es que mis goles eran narrados por el sonido cautivador de su voz.
Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de las masas, el paso de la radio a la televisión. Él siendo un locutor de radio entendió que no era importante precisar el rumbo de la pelota y que la televisión tenía otros desafíos. Él no cayó en la ruta fácil de explicar lo que el espectador está viendo. Su lírica se desentendió del discurso objetivo para trasladarlo a la retórica más vertiginosa que se haya escuchado. El estadio Azteca era un templo para la imaginación y el encanto. Transformó lo simple en una epopeya donde los involucrados desconocían a ciencia cierta la descripción de sus hazañas.
Ángel fue un enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, anécdotas, hechos históricos, invenciones de su portentosa imaginación, canciones y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Su locura también era impredecible. ¿Cómo olvidar cuando el joven Cristóbal Ortega debutó en el América?, él dijo: “Señoras y señores, hemos vivido en el error, ¡América descubrió a Cristóbal!”. Sus alardes se convirtieron en máximas… Un lateral alemán avanzando con enjundia: “Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán significa Ferrocarriles Nacionales de Alemania…”. Un jugador se encaraba con otro: “El Alacrán” Jiménez, “echa mano a sus fierros como queriendo pelear”. Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el “Gran Cirano” y, Evanivaldo Castro Cabinho, multicampeón goleador que reía al fallar goles, en el “Hombre de la Sonrisa Fácil”.
Ángel fue el “sacerdote” por excelencia bautizando incluso a equipos enteros: El Cruz Azul de la bella época (“la máquina que pita y pita”) se transformó en la “máquina celeste”, imagen que desbancó el fabril mote de “Cementeros”. El recién ascendido equipo de la Universidad de Guadalajara (1973) quien para enfrentar su primer campaña en 1ra. división se reforzó contratando a 3 grandes jugadores brasileros, dos de ellos de raza negra, les llamó “Los Leones Negros”. El mote tuvo tanto impacto que a la comunidad de la U de G así se les conoce desde aquella temporada.
Y así, decenas de jugadores que han pasado a la posteridad por su apodo y, en muchos casos, no precisamente por su calidad futbolística. Nunca rayó en lo ridículo de la obviedad pues los apodos eran descriptivos, producto de su gran capacidad de observación. De algunos jugadores no recuerdo sus apellidos: “El Inspector” lateral del Cruz Azul cuyo parecido con el personaje de la Pantera Rosa era de caricatura. “El Superman” Marín, por su complexión, espectacularidad e imbatibilidad en el marco del Cruz Azul. Miguel Ángel Cornero “El Confesor” por su rudeza al defender en la zaga del América. “El Cocodrilo” Valdés por sus constantes “clavados” en el área enemiga simulando una falta punible. “El Monito” Rodríguez por su fealdad. Javier Sánchez Galindo “El Pierna Fuerte” por sus aguerridas barridas y duras entradas. Osvaldo Castro “Pata Bendita” de célebres impactos con la pierna izquierda. “El Pimienta” Rico, tardé algunos años en entender el porqué del mote, la traducción al inglés es Black Pepper y Jesús Rico era muy moreno.”El Patrulla” Barbadillo ala derecha de los Tigres. “La Cobra” J.J. Muñante por sus ”piques” en el ataque del extinto Atlético Español. Leonardo Cuellar “El león de la Metro”, su exuberante cabellera a lo “afro” típico de los finales de los 70’s, bien pudo ser la envidia del león emblemático de la Metro Goldwin Meyer.
En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Recuerdo en México 70, cuando la cámara se acercó a la selección de la Unión Soviética justo al pecho donde estaban las siglas CCCP, él comentó: “¿Saben lo que quiere decir? ¡Cucurrucucú Paloma!”
Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De repente, el idioma utilitario se convierte en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo popular, prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con el grito de un hombre en el estadio. Porque Ángel gritaba como nadie lo ha hecho jamás. Él era capaz de lo inusitado, después de romper el record de duración de la palabra gol, hacía una pausa para que se oyera “la voz del Azteca”. Su don nato estaba también en el timbre de su voz, el cual era poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: “Se hunde la nave… niños y mujeres primero”
Él fue el primero en narrar al lado de un verdadero crack del fútbol, el mismísimo “Rey” Pelé en la copa del mundo de Argentina ‘78. El reto consistió en traducir y transmitir las enseñanzas del otrora rey del fútbol, pues Edson Arantes no articulaba una frase entendible, vamos, era más fácil anotar un gol a Sepp Maier desde el medio campo. Pelé hizo celebre la frase “Sin duda ninguna” que usaba como muletilla y que a mi hermano Alfonso y a mí, nos hacía reír ante la estupefacta mirada de mi mamá.
Pero Ángel Fernández no solo es fútbol, hace unos quince años le escuchaba en un programa de radio junto con Fernando Marcos e invitados, discutían de todo. Le recuerdo hablar sobre la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, los amoríos clandestinos de los hermanos Kennedy con la Monroe, la secreta geometría del billar, la pintura de María Izquierdo de quien fue un temprano coleccionista.
Esta curiosidad sin freno lo llevó a coleccionar y articular datos insólitos. Cuando el portero alemán Schumacher cometió una escalofriante falta y estuvo a punto de matar al delantero Patrick Battiston de Francia en el partido de la semifinal de España ‘82, él exclamó: “Le hundió el acero hasta donde dice Solingen”. Algunos años más tarde estando en Alemania, supe que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron construidos: Solingen.
Ángel fue también grande como escritor deportivo. Recuerdo con mucho cariño aquella época cuando mi Papá compraba El Heraldo de México y leía, siendo yo un niño, su columna “Crónicas Heráldicas” en la sección de deportes. Pasé horas admirando como entretejía la relación de hechos históricos con lo frívolo del fútbol.
Su profunda sensibilidad popular hizo posible que los más grandes jugadores de fútbol, boxeadores y atletas de su tiempo, fueran transportados al Olimpo por su retórica delirante. Y así, eran dioses que descendían los domingos para convertirse en hombres, emulando a Hércules y hacer posible lo irreal tan solo con la magia de sus palabras. Ante la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. En todo momento vinculó hechizos momentáneos con perdurables mitologías. Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como “el juego del hombre”. El juego de Ángel fue el de la palabra.
Desde su muerte he recordado su singular descripción de los hechos, pues en él, percibo el rasgo más noble de la cultura popular ya que repartió generosamente la inspiración de su mente. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, en la alegría de su narrativa almacenada en nuestra memoria y en nuestros recuerdos, de encontrarle el valor a lo trivial, de amar a un deporte tan sencillo y fácil de jugar. También en aquellos que tratan de impostar la voz para llegar a ser como él, poniendo apodos a diestra y siniestra y que además, repiten sus hallazgos sin saber que nacieron hace años producto de una mente prodigiosa. “Enorme GOOOOL” y “¡Me pongo de pie!”, exclama el locutor ante un lance meritorio.
Importa poco que yo me ponga de pie ante sus méritos pero importa mucho que se ponga de pie el niño solitario de una calle polvorienta al que le revelo “El juego del Hombre”.
Álvaro Galindo Barraza
Ariete_09
sábado, 20 de diciembre de 2014
Darwinismo
¿Es el darwinismo una teoría esencialmente atea? ¿Constituye el Diseño inteligente una alternativa más favorable al teísmo? Comienzo el artículo adelantando mi respuesta a estas dos preguntas: No, y no.
El darwinismo NO es una teoría atea, ni una teoría que deba necesariamente inclinar a sus partidarios hacia el ateísmo, ni que resulte más fácil de conjugar con una cosmovisión atea, ni más difícil de conjugar con el teísmo que la propuesta del llamado “diseño inteligente”, que se discute de un tiempo a esta parte en los EEUU.
Después de este arranque tan rotundo, el lector tiene derecho a esperar una justificación por mi parte. Y, aunque no es fácil ofrecerla dentro de los límites de un artículo, voy a intentar saldar esta deuda en lo que sigue.
Comencemos con algunas definiciones (que, por supuesto, tienen que ser telegráficas, y, por tanto, bastante toscas):
Por “evolucionismo” entiendo la tesis de que, a lo largo de una historia de miles de millones de años, se ha ido dando una sucesión de especies vivas en nuestro planeta. De manera que las especies que lo pueblan actualmente derivan del algún modo de otras especies anteriores, hasta remontarse a una, o varias formas vivas iniciales, seguramente unicelulares (o tal vez incluso más sencillas que todos los tipos de células que se conocen hoy día).
Por “darwinismo” entiendo la propuesta de que el único (o el principal) mecanismo que ha guiado la historia de la evolución de la vida es el de la selección natural sobre variaciones aleatorias. Dicho de un modo algo más extenso: los descendientes de cada ser vivo presentan variaciones aleatorias respecto a su(s) progenitor(es) en algunos rasgos estructurales hereditarios, y algunas variaciones resultan útiles para la supervivencia del individuo que las posee, o de su especie; los individuos cuya estructura presenta tales ventajas, tienden a dejar más descendencia que los otros, y así, los cambios se van acumulando, y dando lugar a la historia de la vida.
Por DI, o “diseño inteligente”, entiendo una corriente de autores (de momento casi exclusivamente norteamericanos) que afirman que hay aspectos estructurales en los seres vivos que poseen un tipo de complejidad (bien sea “complejidad irreducible” [Behe] o “complejidad especificada” [Dembski]) que no puede haber sido producto del mecanismo darwinista de selección natural, sino que implica que las estructuras en cuestión han sido diseñadas inteligentemente, del modo que sea. Los partidarios del DI no niegan, por tanto, en general, que se haya dado una evolución de las formas de vida. Lo que niegan es que esta evolución se explique de manera completa, o principal, por medio del mecanismo de variaciones aleatorias y selección propuesto por Darwin. En el tránsito de unas especies a otras similares puede ser que el mecanismo darwinista resulte decisivo, pero las grandes novedades estructurales no surgen por ensayo y error, sino por diseño.
Por “teísmo” entiendo, de modo general, una imagen del mundo según la cual la realidad fundamental no es la materia inerte sino una inteligencia creadora. Es decir, se trata de un planteamiento que considera que la inteligencia no es sólo un atributo particular del hombre, o de algunos tipos de seres vivos, sino que este atributo constituye el reflejo de una mente fundante de la naturaleza. Por “ateísmo” entiendo justo la cosmovisión opuesta, es decir, la que postula que la inteligencia es tan sólo un derivado, y que la materia inerte constituye la realidad fundamental.
Hasta aquí las definiciones. (No son lo que se dice muy matizadas, pero creo que valdrán).
Sentadas estas bases, quizá la primera pregunta que a uno se le ocurre sea la siguiente: ¿por qué tendría que ser el darwinismo una teoría atea, o que tiende a generar ateísmo?
Pero esta pregunta no nos proporciona, en realidad, una buena forma de empezar a abordar el asunto. Y no lo hace, porque el problema al que nos enfrentamos no es de principio, sino que es histórico. El darwinismo no constituye una teoría atea de suyo, por esencia (sobre esto volveré enseguida), pero sí que constituye una propuesta que fomentó, sobre todo en el siglo XIX, el ateísmo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que Darwin ofreció una explicación natural −y, en cierto sentido, “mecánica”− del origen de la arquitectura de tejidos, órganos y funciones de los seres vivos, siendo así que la “teología física” inglesa del siglo XVIII (una corriente que tiene su inicio nada menos que en Newton), había llevado a concebir los vivientes como una especie de relojes cuya arquitectura −el engarce armonioso de sus órganos para realizar las funciones vitales− sólo podría explicarse por la acción directa de una divinidad, que crearía cada especie al modo en que un artesano relojero compone las piezas de sus creaciones.
Tan extendida estaba esta idea, y, sobre todo, tanto habían insistido en ella autores como Paley, que la empleaban como la prueba decisiva de la existencia de Dios, que el hallazgo de la explicación darwinista alternativa del origen de las especies tuvo por fuerza que convertirse en un gran refuerzo de la corriente atea que ya comenzaba en el siglo XIX a ser pujante.
Pero estamos hablando de hechos del siglo XIX, y ahora nos encontramos en el siglo XXI. Y deberíamos haber alcanzado entretando una cantidad de información y una perspectiva lo suficientemente amplia como para poder analizar las relaciones entre evolución, darwinismo, teísmo y ateísmo sin los elementos coyunturales y emocionales que enturbiaron el asunto antaño.
Modifiquemos entonces la pregunta inicial, y cuestionémosnos bajo qué circunstancias sería legítimo decir que el darwinismo es una teoría atea, o que tiende a generar ateísmo.
Puesto que el teísmo postula una inteligencia creadora como fuente de la realidad natural, el darwinismo se opondría al teísmo si contribuyera a hacer innecesaria esta inteligencia. Y, de hecho, justo esa fue la impresión que inicialmente dio la teoría a aquellos que se hallaban bajo la influencia de la “teología física” anglosajona (incluido el propio Darwin). El argumento que movió a estas gentes es sencillo: Si no hace falta Relojero que diseñe la estructura de los distintos tipos de seres vivos, entonces Dios es innecesario.
Sin embargo, a estas alturas, me parece obvio que deberíamos estar en condiciones de reconocer que una cosa es postular una inteligencia fundante de la naturaleza, y que le imprime a la misma un orden racional y tendente a unos fines (entre otros, la generación de criaturas racionales) −lo que implica que la naturaleza posee un diseño global−, y otra muy distinta es postular un Dios relojero que diseña y crea las especies una a una, a mano, por decirlo de algún modo. Lo primero es necesario para el teísmo cristiano, mientras que lo segundo no.
¿Contribuye, pues, el escenario darwinista a eliminar la idea de una racionalidad y un diseño global del universo? A mi modo de ver, no sólo no contribuye a esto, sino que el diseño y la racionalidad subyacente del universo se ve con particular nitidez si nos situamos en la perspectiva darwinista. Y la razón de ello es que el mecanismo de variaciones aleatorias y selección natural no podría funcionar, o, al menos, no podría generar la enorme fecundidad de formas de vida que existe en nuestro mundo, si no fuera porque la naturaleza posee una estructura de leyes y constantes finísimamente ajustadas que permiten el desarrollo, en primer lugar, de elementos y compuestos químicos en general, y en segundo lugar, de una química del carbono de potencialidades arquitectónicas asombrosas. Bastaría un ligerísimo cambio en algunas de las constantes o leyes fundamentales de la naturaleza para que todo esto se viniera abajo. Y los físicos encuentran, una y otra vez, que la mayor parte de las variaciones de la estructura del universo que se ensayan teóricamente, y se simulan en ordenadores, sólo producen universos inertes y aburridos, sin ningún tipo de estructuras complejas.
Dicho de otro modo, para que el mecanismo darwinista sea fecundo, se requiere que actúe sobre una materia de características muy especiales. Y justo esas características las posee la materia de nuestro mundo.
Este hecho es tan notorio, que últimamente se ha puesto de moda, en el pensamiento materialista, el postulado de la existencia de una enorme multiplicidad de universos, para tratar de interpretar el aparente diseño global y fínamente ajustado del universo como si fuera un mero efecto de perspectiva antrópica. Una vía para escapar de la conclusión del diseño cósmico que no puede tener éxito, según entiendo −aunque esto habría que tratarlo en un texto aparte−.
De manera que el enfoque darwinista resulta, como mínimo, tan atractivo para el teísmo como puedan serlo las alternativas que proponen los autores del llamado (y quizás mal llamado) “diseño inteligente”. Y, a mayor abundamiento, le cedo aquí la palabra al profesor Juan Arana, que explica, como de costumbre, este asunto mucho mejor que yo:
«[...] Pongamos que fabrico [paracaídas]. Mi empresa es modesta y sólo oferta dos modelos: uno para listos y otro para tontos. El de listos necesita ajustar una serie de broches y correas antes de ponérselo, vigilar en todo momento que ciertos pliegues no se descoloquen y, ya en el aire, exige efectuar varias maniobras con serenidad y destreza a fin de que el artilugio se despliegue como es debido y evite que su avisado usuario se estrelle contra el suelo. El de tontos en cambio es facilísimo de usar: se carga como una mochila y cuando uno se arroja (o lo empujan) por la portezuela del avión ni siquiera hay que tirar de una simple anilla: se abre por sí mismo con suavidad y el mentecato que pende de él se balancea pausadamente hasta besar la tierra como si fuera un pluma volandera. La pregunta que ahora planteo es: ¿qué modelo costó más diseñar, el destinado a los listos o el de los tontos?
El mensaje de la metáfora es sencillo. Un universo en el que basta la selección natural para conseguir que la más primitiva forma de vida se multiplique y diferencie hasta formar jardines botánicos y parques zoológicos tan variados como los que alberga la Tierra, es un universo bastante bien pergeñado, sea cual sea el camino por el que llegó a ser (creación directa, construcción gradual, diseño, emergencia o fluctuación cuántica). La razón es que en el abanico de los infinitos mundos posibles hay una proporción inmensamente mayor de aquéllos a los que no hay forma humana ni divina de sacar nada en limpio. Entre los que poseen la virtualidad de generar vida, la mayoría requerirá mecanismos con mayor potencia de direccionamiento que la selección natural: en ellos sólo existirán paracaídas para “listos”. Pero en nuestro universo el paracaídas de la vida se abre con suma facilidad; por eso es verosímil que baste la selección natural para extraer todo el jugo vital que contiene. Si Leibniz levantara de nuevo la cabeza, diría sin lugar a dudas que el mundo que proponen los valedores del Intelligent Design es la obra de un mal relojero.»
Siendo así las cosas, ¿tendríamos que apoyar con todas nuestras fuerzas el darwinismo? Pues tampoco se trata de eso. Porque la cuestión en torno al darwinismo, la auténtica cuestión, no es teológica, ni filosófica, sino estrictamente científica. El darwinismo sostiene que bastan las variaciones genéticas aleatorias, junto con la selección natural, para dar cuenta de la historia de la vida en nuestro mundo. Pero, por una parte, la complejidad de ciertas estructuras de los vivientes −y tenemos que agradecer a los autores del DI el haber hecho hincapié en las dificultades que subyacen ahí−, y, por otra parte, el ritmo altamente irregular de la evolución de las especies −y tenemos que agradecer a los autores de la teoría del “equilibrio puntuado”, y sobre todo a Gould, el haber subrayado este aspecto− suponen un reto a la explicación darwinista. Un reto científico, no filosófico ni teológico. La cuestión de verdad es ésta: ¿Ha habido suficiente tiempo, y los pasos evolutivos han sido lo suficientemente graduales, como para que el mecanismo darwinista proporcione una explicación completa de la evolución? ¿O más bien son algunos de los saltos demasiado grandes, y/o algunos de los plazos demasiado breves? En este caso el darwinismo constituiría una explicación insuficiente, que tendría que ser modificada o completada, quizás con algún tipo de ley de formación de estructuras, aún por descubrir.
Ahora bien, lo que quiero subrayar es que esto es una cuestión científica. Y además una cuestión que, hasta donde se me alcanza, no tiene relevancia alguna para la teología. Por lo que a la teología respecta, el marco darwinista es perfectamente asumible, y hasta preferible a algunas versiones populares del DI que circulan por ahí, y que siguen presentando a Dios como una especie de demiurgo que continuamente tiene que estar interviniendo para que de la materia se pueda sacar algo interesante. Una imagen muy pobre de la inteligencia de Dios, según creo.
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