Ángel Fernández
¡Enorme…! A la memoria de Ángel Fernández
No quiero describir mi infancia como dramática, pero sin duda fue un período gris y con muchas limitaciones, determinada por la escasez y la austeridad. Considero que esto me llevó a ser tímido, encontrando en el fútbol un refugio social. En aquella época donde era un deportado psicológico, la primera señal de rescate fue la voz de un hombre que narraba partidos de fútbol como si fueran gestas de La Iliada, era la voz de Ángel Fernández.
No existía otro deseo en mis primeros años de vida que ver “el juego del hombre”, como él lo llamaba y no creo ser el único que soñó cientos de veces marcar un gol espectacular (soñado) en la final de la copa de mundo representado a México y remontando el marcador adverso en el último minuto. Lo exclusivo de esos sueños es que mis goles eran narrados por el sonido cautivador de su voz.
Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de las masas, el paso de la radio a la televisión. Él siendo un locutor de radio entendió que no era importante precisar el rumbo de la pelota y que la televisión tenía otros desafíos. Él no cayó en la ruta fácil de explicar lo que el espectador está viendo. Su lírica se desentendió del discurso objetivo para trasladarlo a la retórica más vertiginosa que se haya escuchado. El estadio Azteca era un templo para la imaginación y el encanto. Transformó lo simple en una epopeya donde los involucrados desconocían a ciencia cierta la descripción de sus hazañas.
Ángel fue un enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, anécdotas, hechos históricos, invenciones de su portentosa imaginación, canciones y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Su locura también era impredecible. ¿Cómo olvidar cuando el joven Cristóbal Ortega debutó en el América?, él dijo: “Señoras y señores, hemos vivido en el error, ¡América descubrió a Cristóbal!”. Sus alardes se convirtieron en máximas… Un lateral alemán avanzando con enjundia: “Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán significa Ferrocarriles Nacionales de Alemania…”. Un jugador se encaraba con otro: “El Alacrán” Jiménez, “echa mano a sus fierros como queriendo pelear”. Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el “Gran Cirano” y, Evanivaldo Castro Cabinho, multicampeón goleador que reía al fallar goles, en el “Hombre de la Sonrisa Fácil”.
Ángel fue el “sacerdote” por excelencia bautizando incluso a equipos enteros: El Cruz Azul de la bella época (“la máquina que pita y pita”) se transformó en la “máquina celeste”, imagen que desbancó el fabril mote de “Cementeros”. El recién ascendido equipo de la Universidad de Guadalajara (1973) quien para enfrentar su primer campaña en 1ra. división se reforzó contratando a 3 grandes jugadores brasileros, dos de ellos de raza negra, les llamó “Los Leones Negros”. El mote tuvo tanto impacto que a la comunidad de la U de G así se les conoce desde aquella temporada.
Y así, decenas de jugadores que han pasado a la posteridad por su apodo y, en muchos casos, no precisamente por su calidad futbolística. Nunca rayó en lo ridículo de la obviedad pues los apodos eran descriptivos, producto de su gran capacidad de observación. De algunos jugadores no recuerdo sus apellidos: “El Inspector” lateral del Cruz Azul cuyo parecido con el personaje de la Pantera Rosa era de caricatura. “El Superman” Marín, por su complexión, espectacularidad e imbatibilidad en el marco del Cruz Azul. Miguel Ángel Cornero “El Confesor” por su rudeza al defender en la zaga del América. “El Cocodrilo” Valdés por sus constantes “clavados” en el área enemiga simulando una falta punible. “El Monito” Rodríguez por su fealdad. Javier Sánchez Galindo “El Pierna Fuerte” por sus aguerridas barridas y duras entradas. Osvaldo Castro “Pata Bendita” de célebres impactos con la pierna izquierda. “El Pimienta” Rico, tardé algunos años en entender el porqué del mote, la traducción al inglés es Black Pepper y Jesús Rico era muy moreno.”El Patrulla” Barbadillo ala derecha de los Tigres. “La Cobra” J.J. Muñante por sus ”piques” en el ataque del extinto Atlético Español. Leonardo Cuellar “El león de la Metro”, su exuberante cabellera a lo “afro” típico de los finales de los 70’s, bien pudo ser la envidia del león emblemático de la Metro Goldwin Meyer.
En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Recuerdo en México 70, cuando la cámara se acercó a la selección de la Unión Soviética justo al pecho donde estaban las siglas CCCP, él comentó: “¿Saben lo que quiere decir? ¡Cucurrucucú Paloma!”
Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De repente, el idioma utilitario se convierte en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo popular, prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con el grito de un hombre en el estadio. Porque Ángel gritaba como nadie lo ha hecho jamás. Él era capaz de lo inusitado, después de romper el record de duración de la palabra gol, hacía una pausa para que se oyera “la voz del Azteca”. Su don nato estaba también en el timbre de su voz, el cual era poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: “Se hunde la nave… niños y mujeres primero”
Él fue el primero en narrar al lado de un verdadero crack del fútbol, el mismísimo “Rey” Pelé en la copa del mundo de Argentina ‘78. El reto consistió en traducir y transmitir las enseñanzas del otrora rey del fútbol, pues Edson Arantes no articulaba una frase entendible, vamos, era más fácil anotar un gol a Sepp Maier desde el medio campo. Pelé hizo celebre la frase “Sin duda ninguna” que usaba como muletilla y que a mi hermano Alfonso y a mí, nos hacía reír ante la estupefacta mirada de mi mamá.
Pero Ángel Fernández no solo es fútbol, hace unos quince años le escuchaba en un programa de radio junto con Fernando Marcos e invitados, discutían de todo. Le recuerdo hablar sobre la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, los amoríos clandestinos de los hermanos Kennedy con la Monroe, la secreta geometría del billar, la pintura de María Izquierdo de quien fue un temprano coleccionista.
Esta curiosidad sin freno lo llevó a coleccionar y articular datos insólitos. Cuando el portero alemán Schumacher cometió una escalofriante falta y estuvo a punto de matar al delantero Patrick Battiston de Francia en el partido de la semifinal de España ‘82, él exclamó: “Le hundió el acero hasta donde dice Solingen”. Algunos años más tarde estando en Alemania, supe que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron construidos: Solingen.
Ángel fue también grande como escritor deportivo. Recuerdo con mucho cariño aquella época cuando mi Papá compraba El Heraldo de México y leía, siendo yo un niño, su columna “Crónicas Heráldicas” en la sección de deportes. Pasé horas admirando como entretejía la relación de hechos históricos con lo frívolo del fútbol.
Su profunda sensibilidad popular hizo posible que los más grandes jugadores de fútbol, boxeadores y atletas de su tiempo, fueran transportados al Olimpo por su retórica delirante. Y así, eran dioses que descendían los domingos para convertirse en hombres, emulando a Hércules y hacer posible lo irreal tan solo con la magia de sus palabras. Ante la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. En todo momento vinculó hechizos momentáneos con perdurables mitologías. Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como “el juego del hombre”. El juego de Ángel fue el de la palabra.
Desde su muerte he recordado su singular descripción de los hechos, pues en él, percibo el rasgo más noble de la cultura popular ya que repartió generosamente la inspiración de su mente. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, en la alegría de su narrativa almacenada en nuestra memoria y en nuestros recuerdos, de encontrarle el valor a lo trivial, de amar a un deporte tan sencillo y fácil de jugar. También en aquellos que tratan de impostar la voz para llegar a ser como él, poniendo apodos a diestra y siniestra y que además, repiten sus hallazgos sin saber que nacieron hace años producto de una mente prodigiosa. “Enorme GOOOOL” y “¡Me pongo de pie!”, exclama el locutor ante un lance meritorio.
Importa poco que yo me ponga de pie ante sus méritos pero importa mucho que se ponga de pie el niño solitario de una calle polvorienta al que le revelo “El juego del Hombre”.
Álvaro Galindo Barraza
Ariete_09
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